Artículo publicado en EL ECONOMISTA 16 marzo 2012
Parece que se aproxima una potencial asfixia de la sanidad pública procedente de Hacienda. Así lo apuntan las cifras recientes del déficit público español y el reparto de la capacidad de gasto para este bienio que trata de imponer de forma arbitraria el gobierno central. Mientras tanto, a juzgar por el último Consejo Interterritorial “cohesionado” por la ministra, la agenda de la política sanitaria da muestras de resistirse a concretar un ajuste estructural más allá de lo cosmético.
Poner en duda la necesidad de un ajuste del gasto sanitario ante la crisis de ingresos públicos está fuera de lugar y negarla sólo ayudaría a los que no están por la defensa de la sanidad pública. Ahora bien, la presión que se está ejerciendo sobre el gasto sanitario, visto en su conjunto, es muy cuestionable.
El reparto de los objetivos de déficit no es proporcional a la cuota de gasto de las Comunidades y el Estado. El coste social de un ajuste forzado en sanidad y educación cuesta creer que compense remotamente el ahorro esperado. El ajuste del gasto debe empezar por los servicios de menor valor sin tener en cuenta qué administración los gestiona. Lo que vale para el conjunto no vale para todos. Algunas comunidades, como Catalunya, han hecho ajustes en el gasto que superan a los de Grecia, mientras que otras los siguen posponiendo. La presión demográfica sobre la sanidad de cada comunidad también es muy diferente. Sobran razones para justificar que el ajuste debe ser asimétrico.
La credibilidad del ajuste presupuestario en la sanidad depende sobre todo de la capacidad para evolucionar en un plazo razonable hacia una financiación selectiva de las prestaciones médicas, los medicamentos y las tecnologías basada en el mejor conocimiento científico disponible. Invertir en evaluar la eficacia incremental comparada de cualquier nuevo tratamiento, o de los ya existentes en el mercado, es la forma más efectiva de garantizar la solvencia futura del sistema sanitario público.
Más que carteras de servicios “nacionales” o grandes pactos de Estado, sería más útil una apuesta decidida por identificar con criterios científicos una lista de servicios de escaso o nulo valor cuyo uso debería reducirse. Y, al mismo tiempo, cerrar sin demora la puerta a nuevos medicamentos, procedimientos o dispositivos de elevado precio y con una aportación terapéutica escasa o muy incierta. O al menos, establecer una moratoria en tal sentido, con la misma “provisionalidad” de las modificaciones fiscales y retributivas.
En un escenario de congelación fiscal, tenemos que garantizar que cada euro que se gasta en algo nuevo aporta mayor valor en salud que el valor que se pierde con el servicio que se desplaza o disminuye. Resulta insensato gastar en un nuevo tratamiento con un coste para el sistema de millones de euros anuales a cambio de una mejora muy incierta según los ensayos clínicos en supervivencia y calidad de vida.
Una reforma estructural de este tipo requiere de un organismo de ámbito estatal, virtual o real, con autonomía y distanciada de los Gobiernos central y autonómicos, de carácter técnico, cuyo objetivo sería informar las decisiones sobre financiación, desinversión y reinversión: definiendo/delimitando las indicaciones médicas sobre la base de criterios de eficacia, seguridad, y coste-efectividad revisables en el tiempo. El ejemplo de países europeos como Alemania, Holanda, Dinamarca, Reino Unido o Suecia en el uso de la efectividad comparada y el ratio coste-efectividad en las decisiones de cobertura y de precios aporta experiencia de la que tomar ejemplo y seleccionar las prácticas más efectivas y baratas.
Para evitar confusiones interesadas: esto no tiene nada que ver con que las CCAA tengan más presencia en la comisión de precios de medicamentos, sino con un cambio radical en los criterios que informan las decisiones de cobertura y precios.
La crisis económica ofrece la oportunidad de abordar reformas que en época de abundancia difícilmente entrarían en la agenda política. Esa oportunidad debe aprovecharse de forma inmediata para evitar que los recortes conduzcan a un deterioro del sistema público de salud y a una pérdida de calidad asistencial.