En las dos últimas décadas, cada vez son
más los países de renta media y alta que disponen de agencias de evaluación de
tecnologías sanitarias y medicamentos que utilizan la relación
coste-efectividad incremental para decidir sobre la inclusión o exclusión de
prestaciones de la cobertura aseguradora pública universal con escasos o nulos
copagos (Drummond,
2012).
Los umbrales de coste por año de vida
ajustado por calidad (AVAC), ya sean explícitos o implícitos, se están
utilizando para decidir sobre una cobertura binaria (Chalkidou
y Anderson, 2009) en la que no se contempla la posibilidad de pagos
adicionales de los pacientes (top-up
payments).
El resultado de este tipo de decisiones
de cobertura binaria que excluye la posibilidad de pago complementario del
paciente (cobertura “non top-up”) es
que los pacientes que prefieren este tratamiento deben pagar de su bolsillo el
coste completo del mismo. En la práctica, cuando el tratamiento farmacológico
forma parte de un proceso asistencial más complejo (por ejemplo: visitas y
pruebas hospitalarias; atención de efectos adversos graves –elevada toxicidad
de tratamientos oncológicos-; seguimiento y pruebas clínicas; etc.) la
exclusión del mismo puede suponer un coste que va bastante más alla del del
medicamento, ya que si el paciente prefiere el que ha sido excluído deberá
soportar el coste del proceso asistencial completo.
Entre este tipo de cobertura binaria “non top-up” y una cobertura generosa que
no excluye ninguna innovación médica o farmacológica con beneficio marginal
positivo sea cual sea el coste incremental por AVAC (cobertura completa), se
podría encontrar una cobertura pública basada en la disposición social a pagar
(coste máximo por AVAC incremental) completada con pagos privados
complementarios basados en la disposición individual a pagar (cobertura “top-up”).
Veamos una ilustración gráfica de los
efectos de las decisiones de financiación pública bajo estos tres tipos de
cobertura (Gráfico 1) en el caso en el que la demanda de un nuevo tratamiento
es decreciente con el precio pagado por el paciente. Para simplificar, supongamos
que un sistema de salud público y universal debe decidir sobre la financiación
pública del nuevo tratamiento L cuya eficacia incremental respecto del
tratamiento convencional, medida en AVAC, es nula o muy pequeña (por ejemplo,
una mejora en variables clínicas intermedias que no se traduce en mayor esperanza
ni calidad de vida).
GRÁFICO
1
Elección de tratamiento según
cobertura aseguradora
Una evaluación económica y un estudio de
impacto presupuestario nos permiten conocer el coste total del tratamiento L y
el coste incremental del mismo respecto del tratamiento convencional. Sea c
este coste incremental. La decisión de cobertura completa de L (LCC)
supone un coste nulo para el paciente, en ausencia de copago, y una utilización
que corresponde al punto D en el Gráfico 1. Si el sistema de salud considera
que el coste incremental de L es demasiado elevado y decide su exclusión
(cobertura “non top-up”, LNC)
ya que sólo puede financiar la opción más coste-efectiva, el paciente que
prefiera L deberá hacer frente al coste completo del mismo y la utilización
será mucho menor (punto A del Gráfico 1). Si el coste incremental de L es c,
entonces la decisión de inclusión de L con cobertura completa (LCC)
conduce a una pérdida de bienestar por exceso de utilización de L (área ECD).
En cambio con la decisión de exclusión (cobertura LNC) se produce
una pérdida de bienestar por infra-utilización (área ABE). ¿Qué ocurriría con
una decisión de cobertura del tipo LT que permite un copago
complementario del paciente igual al coste incremental c (o a una fracción del
mismo)? En este caso, existe la posibilidad de que el nivel de utilización sea
el correspondiente al punto E sin incurrir en las pérdidas de bienestar de LCC
y de LNC.
Los copagos complementarios ya han
provocado un encendido debate político en algunos países con sistema nacional
de salud y con muy pocos copagos, como es el caso del Reino Unido. La discusión
sobre este tipo de copagos estará presente en los sistemas de salud públicos y
universales de manera creciente en la medida en la que se apliquen criterios de
cobertura selectiva de medicamentos y de tecnologías médicas basados en la
relación coste-efectividad. En realidad, los copagos adicionales no son algo
ajeno a estos sistemas de salud: por ejemplo, nadie puede impedir que el
paciente que lo valore y se lo pueda permitir pague de su bolsillo sesiones de
fisioterapia que le ayuden a recuperarse de una intervención quirúrgica. Ello
contrasta con la prohibición de copagos complementarios que supone aplicar una
cobertura del tipo non top-up en la
que estos copagos están prohibidos. En varios países, especialmente el Reino
Unido, esta prohibición ha generado un intenso debate a raíz de la exclusión de
la cobertura pública de tratamientos oncológicos de muy elevado coste y
reducida o nula eficacia.
El informe encargado por el gobierno
británico en 2008 al profesor Mike Richards concluía recomendando que se
permitiera el pago privado de medicamentos manteniendo el derecho a la atención
dentro del sistema público, siempre que la atención se llevara a cabo en instalaciones
o servicios separados del resto de pacientes del sistema público (Richards,
2008). En 2009 el Departamento de Salud británico asumió las
recomendaciones del informe Richards (2008), lo cual supone que el paciente que
desea hacer un pago privado complementario no pierde el derecho a la atención
en el SNS (ya no tiene que elegir entre atención en SNS o atención privada),
pero sigue siendo aún una cobertura del tipo LNT en la medida en
que, por ejemplo, debe pagar el coste completo del medicamento excluído.
El debate político sobre este tipo de
copagos complementarios es, al igual que el del copago tradicional, un terreno
minado y muy controvertido (Weale y Clark, 2010).
Los que están a favor ponen el acento en el hecho de que, en mayor o menor
medida en cada país, ya existen copagos (por ejemplo, para las gafas o
audífonos), por lo que sería inequitativo no permitirlos para problemas de
salud más graves; asimismo igualmente ya existen pagos complementarios privados
en forma de terapias no cubiertas por el seguro público o realización de
pruebas con pago privado para “agilizar” el diagnóstico en la siguiente visita
al médico del sistema público. En cambio los que se oponen a estos copagos del
tipo top-up ponen el énfasis en la
falta de equidad: dos tratamientos distintos para necesidades clínicas
idénticas dentro del sistema público en función de la capacidad económica de
los pacientes.
Las exclusiones de la cobertura pública
y los copagos complementarios privados pueden dar lugar a una cobertura
aseguradora privada paralela al seguro público (Weale y Clark, 2010)
para tratamientos muy caros y considerados como no coste-efectivos desde la
perspectiva del seguro público. Una elasticidad-precio reducida puede ayudar
también a disciplinar a la industria farmacéutica a la hora de fijar precios
demasiado elevados para estas innovaciones (van de Vooren et al., 2013),
si bien el desarrollo de un mercado de seguros privados puede aportar demanda
adicional para los tratamientos situados por encima del umbral de la relación
coste-efectividad. Esto podría ser visto, siempre que no se convierta en la
finalidad de dualizar y reducir el alcance del seguro público, como una forma
de concentrar los recursos públicos en aquellos tratamientos más necesarios y
coste-efectivos y en aquellos pacientes con menos recursos y que no pueden
pagarse un seguro complementario.