Artículo publicado en EL PERIÓDICO, 8 de julio de 2012, pàg. 7
¿Cuál es el reparto más adecuado entre impuestos y participación del usuario del coste de las pastillas? Los recursos siempre van a salir de nuestro bolsillo, pero la forma como salen afecta la salud y la distribución de la renta. Siendo éste un asunto que desata enconadas pasiones políticas, para avanzar alguna valoración más vale huir de anécdotas y opiniones sin fundamento, y acudir al conocimiento científico. Sabemos que un copago elevado empeora la salud y que, al mismo tiempo, la gratuidad absoluta sale muy cara y no mejora la salud.
De la gratuidad para más de siete de cada diez recetas hemos pasado precipitadamente en una semana a tener tripago: copago, tasa catalana y desfinanciación, que no es más que un copago del cien por cien.
El primer copago
Lo más positivo es que el nuevo copago español huye de la gratuidad según edad y la limita a los menos favorecidos. Hace pagar un porcentaje moderado del precio, 10%, a los pensionistas, en lugar de la gratuidad, pero les protege con un límite máximo mensual de 8, 18 y 60 euros, más elevado cuanto mayor sea la renta. El resto de la reforma es ya demasiado mejorable, innecesariamente complicada y muy ineficiente.
Así, en pacientes crónicos el límite mensual incentiva a acumular recetas en un mes para alcanzar la gratuidad a costa del mes siguiente. Un límite anual evitaría este incentivo y su control sería más ágil. Hacer pagar al paciente como si no hubiera límite mensual, prometiendo la devolución posterior no sólo es bochornoso y caro sino que hace desaparecer el efecto protector de la cifra máxima de copago. Si no se está preparado para gestionar ni el límite ni los datos sobre renta, más vale esperar o diseñar un sistema más sencillo y fácil de aplicar.
A los activos no sólo se les sigue castigando con un copago de alta intensidad, 40% del precio, sin ningún límite máximo que proteja a los más enfermos sino que incluso puede ser del 50 y del 60% en función de la renta. Es equivocado fijar el porcentaje a pagar del precio de cada receta según la renta; si alguien pensaba que diseñaba un copago progresivo se ha equivocado; de poco sirve pagar “sólo” un 40% cuando necesitas muchísimas medicinas y acabas pagando muchos euros al mes. En sentido similar el límite al copago máximo por receta en los tratamientos para crónicos, puesto al día después de estar congelado desde 1995, es insuficiente: el límite debe ser al gasto acumulado que hace una persona por todas las recetas que necesita.
El segundo copago
La tasa catalana sería más adecuada, pero el problema es que se superpone al nuevo copago español. La tasa es universal, sólo exime a los menos favorecidos, es de baja intensidad (un euro), pone un límite anual por persona bastante bajo y se sabe gestionar de manera razonable. Todo lo positivo que tendría la tasa catalana aplicada sin el copago español desaparece por la duplicación que le quita la finalidad disuasoria y la convierte en una tasa puramente recaudadora. Vista esta finalidad, hay dos hechos a comprobar para valorar si debe o no mantenerse ante la dramática caída de ingresos públicos. Primero, el gobierno debe demostrar que la tasa sirve para disponer de más y no precisamente de menos recursos públicos para nuestra sanidad pública; sólo si hay pruebas de que es así, puede ser aceptable. Y, segundo, conviene tener en cuenta que el céntimo sanitario comparado con esta tasa pudiera ser una forma aún menos igualitaria de obtener recursos para la sanidad.
El tercer copago
Para tomar decisiones de inclusión/exclusión en la cobertura pública quizás sería buen criterio valorar también la evidencia sobre eficacia y coste-efectividad, además de considerar el carácter menor de los síntomas. Es mejor aprender de la experiencia que hacer una lista negativa, como han hecho, con los grupos de medicinas que han votado al menos tres Comunidades. La experiencia indica que desfinanciar medicamentos es una solución extrema, un copago del cien por cien, que quizás sólo se justifica para la ausencia de eficacia. La prudencia, que por ahora brilla por su ausencia, es la mejor guía: decidir con criterios clínicos para identificar atención de bajo valor; valorar la posibilidad de sustitución por otras alternativas aún de mayor coste y resultado incierto sobre la salud; y vigilar los aumentos de precios posteriores. Un copago elevado para la atención de menos valor podría ser una alternativa preferible a la desfinanciación total.
En general un buen copago debería estar basado en el valor de la atención y no en el precio: más reducido o nulo cuanto más efectivo y necesario sea el tratamiento, y más alto cuanto menos efectivo y menos necesario sea. Los copagos evitables como los vigentes en Alemania y Holanda van en esta dirección. Deberíamos hablar de copagos más afinados, basados en el valor, y un valor que no lo determinan ni políticos ni economistas sino la evidencia científica y los clínicos. El coste de no tomarse medicinas efectivas, por ejemplo, después de un infarto, es demasiado elevado como para aún disuadir más a los pacientes de tomárselas imponiendo elevados copagos.
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