En el asunto de la aportación del usuario a la sanidad pública no hay mejor recomendación que la prudencia en los cambios y evaluar con objetividad e independencia el impacto de las medidas adoptadas estos últimos meses de forma precipitada y sin el necesario debate científico y público. Voluntad de evaluar implica, como en otros países europeos, voluntad de estar dispuesto a hacer cambios o ajustes en la política cuando los efectos no son los deseados o los efectos indeseados son excesivos. El escenario de los notables cambios recientes en la aportación del usuario a los medicamentos, una vez adoptados, quizás ganaría en valor si fueran vistos un poco más a la luz de la evidencia en tiempos de dificultades de las finanzas públicas y un poco menos como arma arrojadiza entre oposición y gobierno o entre Estado y Comunidades.
En pocos meses de este año hemos
pasado de dispensar de forma gratuita alrededor de siete de cada diez recetas
en las farmacias a un triple copago. Primero fue la tasa de un euro por receta
– con un límite máximo anual de 61 euros- aprobado por el Parlament de
Catalunya para mediados de 2012 y después propuesto también para la Comunidad
de Madrid a partir de enero de 2013. Después, irrumpió de forma brusca un
pretendido copago según renta a través la reforma de la aportación estatal del
usuario que redujo la gratuidad a un grupo muy selectivo de personas haciendo
pagar el 10% del precio a los pensionistas y entre el 40 y el 60% a las
personas activas, Y, finalmente, de momento, la exclusión de más de 400
medicamentos de la financiación pública, lo que es equiparable a la imposición
de un copago del cien por cien en caso de necesidad. Todo esto se ha perpetrado
en la sombra y con unas memorias justificativas de las normas que podrían hacer
sonrojar a más de uno.
El debate político alrededor de
este triple copago resulta todavía poco esclarecedor. Tomo como ejemplo tres
posiciones, dos desfavorables y una favorable, a fin de mostrar la necesidad de
una discusión algo más objetiva sobre el fantasma del copago. La primera: si en
Alemania la canciller Merkel ha decidido suprimir el copago el próximo uno de
enero, nuestra sanidad pública debería hacer lo mismo. Segundo: hay que frenar estos repagos que no
garantizan la igualdad de los españoles. Y, tercero, las nuevas medidas de
farmacia han generado un ahorro muy elevado.
Primero, lo que Alemania suprime
a partir de enero 2013 es el copago de 10 euros por la primera visita
trimestral al médico o al especialista cuando el paciente no ha sido remitido
por el médico de primaria. Esta medida fue introducida en 2004 habiendo
demostrado ya hace tiempo que no era útil para reducir el número de visitas, entre
otras cosas porque ya se habían reducido previamente un 15% en 1997 con un copago
del 10% del precio de los medicamentos, pero con un mínimo de 5 y un máximo de
10 euros por receta. Además, los alemanes pagan 10 euros por las urgencias y
por día de hospitalización, todo esto además de pagar la diferencia si el
precio del medicamento supera un cierto nivel de referencia. Así pues, nada que
ver, con suprimir el copago sanitario.
Pero lo interesante del sistema
alemán es que, además de eximir a pobres y menores de 18 años, cualquier copago
que un paciente soporta se acumula y tiene un límite del 2% de su renta (o del
1% si tiene enfermedades crónicas) y este umbral máximo no ha variado ahora.
Esta combinación podría incluso dar un resultado inesperado a causa de la
supresión del copago de las visitas. El copago modera el uso sanitario de los
que esperan gastar poco sin alcanzar el límite máximo pero no de los demás, ya
que al superar el límite consiguen la gratuidad. Al bajar el importe unitario
del copago suprimiendo el copago por visita, hay más personas que pueden
esperar no superar ese límite y llegar a la gratuidad. De ahí que incluso es
posible que el cambio incentive a más personas a moderar su uso sanitario.
Segundo, oposición y gobierno se
muestran contrarios a la tasa autonómica de un euro por receta de Catalunya y
Madrid, con la oposición incitando a acudir al Tribunal Constitucional. Parece
implícito en el ataque, más político que jurídico, que a casi todo el espectro
político ya le parece bien el copago estatal. Una simple comparación de la
lógica del copago estatal y a tasa autonómica no resiste el filtro de la
evidencia. La tasa es de importe muy reducido, exime a los más pobres y pone un
límite anual muy moderado y bastante sencillo de gestionar. El copago estatal
exime a los más pobres pero trata muy mal a los activos con poca renta: en
lugar de hacerles pagar el 10% del precio con un máximo de 8 y 18 euros
mensuales, les hace pagar el 40% del precio sin límite alguno. Para los activos
rige la norma del 5/50: un 5% de ellos acumula el 50% de todo el copago, por lo
que si están muy enfermos pueden llegar a pagar una cifra elevada que les
dificulte el acceso al tratamiento. Uno puede quedarse tranquilo pensando que
se paga según renta, pero no es así. Por un lado, lo que depende de la renta es
el porcentaje del precio pagado por un activo – entre el 40 y el 60%- pero no
el importe total pagado que es lo importante. Por otro lado, a igualdad de
renta un activo no recibe el mismo trato que un pensionista.
Ciertamente la tasa autonómica
deja de ser un ticket moderador para ser más bien un copago recaudatorio en el
momento en el que se solapa con el nuevo copago estatal. Esto no quiere decir
que el copago estatal sea más eficiente ni más justo. Desde el punto de vista
económico, parece lógico que quien gestiona la sanidad pública –las autonomías-
tenga capacidad de utilizar las tasas o precios públicos como un instrumento de
gestión. Abunda en ello el hecho de que se trata de un instrumento de
financiación adicional con corresponsabilidad, transparente y muy visible para
el usuario, y de que puede ser menos regresivo – al menos con el diseño actual-
que el llamado céntimo sanitario aplicado por varias Comunidades en este
momento. Ni es repago cuando la caída de la recaudación impositiva pone en
riesgo servicios públicos básicos, ni es lo que impide la igualdad sanitaria de
los españoles. La falta de igualdad se puede buscar más bien en la atención
inefectiva e inapropiada, la escasa priorización de listas de espera o la
capacidad financiera del sistema foral respecto del régimen común que en
sanidad puede suponer una diferencia de una tercera parte.
Y, tercero, es cierto que en los
primeros meses de aplicación de las medidas de reforma de la prestación
farmacéutica se ha reducido, por primera vez en muchos años, el número de
recetas. Es temprano aún para sacar lecciones sobre el verdadero impacto de las
medidas, ha habido efecto anticipación y además el efecto inicial puede ser más
elevado que a medio plazo. El efecto de la supresión de la gratuidad, a pesar
de todo, puede suponer una reducción de una sola vez del número de recetas
entre el 10 y el 15%. Ahora bien, sorprende la complacencia en la observación de
esta reducción del gasto. Primero, Catalunya sólo aplicó la tasa autonómica en
septiembre y consiguió la misma reducción en las recetas que el resto del
Estado con el nuevo copago estatal. Esto requiere análisis, pero apunta en la
línea de que hay una discontinuidad en el efecto del copago: quizás es el
primer euro que se paga el que realmente importa a los pacientes. Si fuera así,
los elevados porcentajes de copago sin límite para los activos estarían
haciendo más bien que mal. Y, segundo, nada se puede decir sobre la bondad de
los cambios sin conocer qué tipo de pacientes han reducido el consumo, si la
reducción es temporal o no, y qué tipo de medicamentos son los más afectados.
Sabido es que si los pacientes crónicos reducen la adherencia al tratamiento el
coste sanitario puede aumentar en lugar de reducirse.
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