Versión ampliada de una entrada en el blog Nada es Gratis
Cuatro años después del RDL16/2012, en España habíamos vuelto a la
senda previa de utilización de los medicamentos ambulatorios. El fantasma del
copago se pasea de nuevo en una dirección imprecisa, cuando no equivocada, por encima de la pasarela política española.
Ha llegado una nueva ministra de sanidad y ha sucumbido a la tentación fácil de
conseguir ocupar espacio en la prensa abriendo la boca para hablar del copago
farmacéutico, aunque haya tenido que rectificar en menos de 24
horas, incluso a sabiendas de que no es su ministerio el que paga la
factura farmacéutica sino las CCAA, las cuales, por cierto, no han dicho esta
boca es mía. El copago toca un problema
muy sensible políticamente para la población y los votantes, especialmente para
los pensionistas, de ahí que la demagogia esté servida. Los titulares oportunistas
sobre la alarma generada entre los pensionistas han sido arma arrojadiza a la
que se apunta rápidamente el populismo político de todo signo, tanto hoy como
en el pasado reciente.
Sólo es políticamente sensible lo que es visible. Los copagos del
100% de lo que está excluido de la cobertura pública no se visibilizan. ¿Por qué
tanto temor a un
copago farmacéutico, o incluso sanitario –caso de las urgencias hospitalarias-
diseñado con sentido clínico/económico y alejado del objetivo recaudatorio?
Cualquier decisión de corresponsabilización y aplicación del principio de
beneficio tiene unos elevados costes políticos –véase el caso de las tasas
universitarias-, y ello no sólo en este país ya que, después de 2008, la
ampliación o reforma de los copagos en salud ha sido una política ampliamente
utilizada en los países de la UE con un efecto mucho más acusado de traslado de
costes públicos a privados que de reducción del riesgo moral o del sobreconsumo
de medicamentos. El aumento de la proporción de individuos con un gasto privado
sanitario catastrófico (más del 30% de la renta) así lo
indica.
Los costes políticos de una reforma no pueden estar por encima de
la ineludible necesidad de hacer cambios en un copago farmacéutico todavía
anclado en el pasado y amparado en un discurso político, tanto a favor como en
contra, que sigue obviando la evidencia disponible. En este post nos proponemos tratar de
justificar tres propuestas hacia las que creemos que debería converger una
reforma sensata del actual copago farmacéutico (extensible tal vez a algún otro
copago sanitario), ampliando lo que los dos autores escribimos en un documento
de trabajo de FEDEA el
año pasado junto con Santiago Rodríguez-Feijoó. No debe olvidarse que el copago
sanitario tiene sentido para reducir el abuso moral, no para recaudar. Sobre
todo, debe tenerse siempre presente que
todo copago acarreará efectos no deseados y es preciso estar alerta y modular
exenciones personales para proteger a los más frágiles, pobres, enfermos
crónicos y discapacitados. Lo que se sabe es que la elasticidad precio de los
medicamentos es generalmente baja y por tanto un copago redistribuye la carga
financiera hacia el paciente, pero no reduce el consumo de los medicamentos, o
apenas, tras
un impacto inicial a corto plazo.
En primer lugar, el diseño actual sigue basado en una diferenciación entre activos y
pensionistas que resulta cada vez más obsoleta e injustificable desde la óptica
de la equidad. Esta distinción viene de los Pactos de la Moncloa de finales de
los 70 y refleja la simplificación pensionista igual a pobre; y la baja renta
(o un menor aumento de las pensiones) se compensaba con medicamentos gratuitos.
La relación entre la renta media de los
pensionistas y la de la población activa (ocupada y sin empleo) no es hoy la
misma que en 1978 sino que ha mejorado sensiblemente. Es cierto que todavía hay
pensiones muy bajas, pero la pensión media en 2015 roza los 1.030 euros, mientras
que un número muy considerable de activos cobran, en concepto de salario o
prestación por desempleo, cantidades inferiores. Asimismo ha cambiado la
distribución de la pobreza empeorando, en términos relativos, entre jóvenes y
menores de 60 años. Y sin embargo, a
diferencia de los pensionistas, pobres o ricos, y de sus beneficiarios con
independencia de la edad que tengan, los activos que tienen la mala suerte de
utilizar un número elevado de medicamentos no tienen límite máximo mensual de
copago, soportando una tasa de copago del 40%, excepto en el caso de una lista
de medicamentos para enfermedades crónicas que se sitúa en el 10%. Son muchos
los países europeos que han introducido exenciones a los copagos sanitarios no
para los pensionistas sino precisamente para los jóvenes hasta los 18 años.
En nuestra opinión esto apunta a la necesidad de prescindir de la
distinción entre activos y pensionistas –a igualdad de renta, en el caso de
persistir en el empeño de diseñar un copago progresivo aunque no sea de
naturaleza tributaria sino subvencional- y a la necesidad de introducir techos
o límites máximos de gasto para todos que limiten el riesgo financiero. Si se desea un copago relacionado con la
capacidad económica, tampoco hay justificación para tener en cuenta la renta
del paciente y no así su patrimonio (Lucas, 2016),
además de resolver lagunas jurídicas y operativas en la medida de la renta.
Estos cambios necesarios son muy relevantes en la práctica: individualizar la
capacidad económica en caso de tributación conjunta, no queda claro el período
impositivo, umbral de renta definido para el titular o para sus beneficiarios
individualmente, comportamiento oportunista derivado de un tope mensual en
lugar de anual, etc..
En segundo lugar, más allá de objetivos de equidad que abordamos
en el punto siguiente, un copago óptimo debe tener como objetivo primordial la
reducción del riesgo moral por encima del objetivo recaudatorio. Es primordial
para el bienestar social un buen equilibrio entre el incentivo a la reducción
del riesgo moral y el traslado de riesgo financiero a los pacientes para no
incurrir en un impuesto sobre la enfermedad. Por una parte, tanto el gasto
sanitario y farmacéutico como el copago se concentran de forma muy importante
en una proporción reducida de individuos que están más enfermos, de forma que
entre un 5-10% de la población concentra más del 50% del copago. Existe
evidencia de que el efecto recaudatorio –simple cost-shifting o impuesto sobre los enfermos- resulta
contraproducente a causa de los mayores costes por visitas a urgencias y
hospitalizaciones a causa de la agudización y complicaciones de pacientes con
enfermedades crónicas. Para los
pacientes crónicos el efecto
compensatorio sobre las arcas públicas puede fácilmente superar el ahorro
por el mayor copago. Es
necesario, pues, tener en cuenta no sólo la elasticidad-precio del servicio
sanitario sobre el que se impone el copago, sino también las
elasticidades-precio cruzadas con otros servicios.
Por otra parte, tenemos evidencia
de que cuando los pacientes activos conseguían la gratuidad al adquirir la
condición de pensionista, hasta junio de 2012, se producía un aumento muy
importante del consumo de medicamentos –una parte importante atribuible a riesgo
moral-. Asimismo, sigue existiendo evidencia para España de un consumo
excesivo e inapropiado de algunos medicamentos como los antibióticos).
Ahora bien, si el objetivo es la reducción del riesgo moral por encima del
efecto recaudatorio, lo que marca la diferencia no es el último euro pagado
sino el primero: es algo similar a lo que ha popularizado Dan Ariely como
el efecto del precio cero; la gratuidad da lugar a un elevado consumo excesivo
pero el primer euro, o sea, un copago reducido y con límite máximo de los pagos
acumulados durante un período de tiempo, es
suficiente para reducir de forma importante el sobreconsumo.
La evaluación del impacto del llamado euro por receta aplicado en
Catalunya durante poco más de medio año, entre 2012 y 2013, hasta la suspensión
y posterior anulación por el Tribunal Constitucional, realizada por uno de nosotros con Pilar
García y Antoni Mora-pendiente de publicación- arroja un resultado de notable interés:
el sobreconsumo de la gratuidad desaparece con un copago de un euro por receta,
con un límite máximo anual reducido y con exenciones limitadas a los individuos
con menos renta. No es necesario, pues, recurrir a tasas de copago elevadas
para reducir el sobreconsumo relacionado con la demanda originada por el
paciente.
Estas observaciones nos reafirman en la propuesta de que el actual
copago debe limitar el riesgo financiero por la suma agregada de todo lo pagado,
sea como copago farmacéutico y/o de otros bienes y servicios sanitarios) con un
techo máximo, ya sea en forma de un valor absoluto o de un porcentaje máximo de
la renta, y que la tasa o porcentaje aplicado sobre el precio de los
medicamentos a cargo del usuario sea más bien de baja intensidad (por ejemplo
entre 10 y 30%) sin necesidad de recurrir a porcentajes elevados puesto que es
muy posible que el efecto clave sobre el riesgo moral tenga más que ver con el
primer euro que con el último. No hay ninguna garantía de que los actuales
porcentajes de copago crecientes con la renta (del 40% al 60%) sean progresivos
ni que lo vaya a ser un escalado de tipos con más tramos de renta: los activos
de más renta con mejor salud y bajo consumo pagan una proporción muy reducida
de su renta como copago, mientras que los activos de menor renta con peor salud
y más enfermos pueden llegar a aportar una proporción importante de su renta
como copago, especialmente cuando padecen enfermedades graves y/o crónicas. En
el supuesto de pedirle al copago efectos distributivos, algo más propio de un
instrumento recaudatorio que de un copago de baja intensidad con impacto
limitado al riesgo moral por parte del paciente, se puede hacer al estilo
alemán: que la suma de pagos realizados por el paciente no supere un 2% de la
renta, y no más del 1% si se trata de pacientes crónicos.
En tercer lugar, nos parece que ya resulta imprescindible empezar
a aplicar copagos
basados en el valor de los tratamientos, algo coherente con la teoría del
copago óptimo. No poner copago donde no puede haber riesgo moral por la parte
de la demanda sino falta de adherencia que resulta en pérdidas de bienestar
(salud y costes). Ya disponemos de evidencia suficiente para afirmar con
certeza que los copagos aplicados en nuestro países después de 2012 han
reducido tanto el consumo de medicamentos menos necesarios como de los más
necesarios (por ejemplo, antidiabéticos) y que han reducido
la adherencia a tratamientos efectivos en pacientes que han sufrido el
primer infarto. Son preferibles los copagos evitables, al estilo de los
derivados de sistemas de precios de referencia de equivalencia terapéutica o
farmacológica como en Holanda o Alemania; y son preferibles los que se modulan
según la efectividad del tratamiento, su coste-efectividad o el grado de
innovación, como en Francia. El diseño de copagos sanitarios no debe
tener en cuenta únicamente el conflicto entre el riesgo financiero y la
reducción del riesgo moral, el efecto barrera de acceso sobre los pobres o el
impacto recaudatorio. Los copagos también se pueden diseñar de forma que
influyan el comportamiento de pacientes y médicos en la dirección adecuada
desde el punto de vista de la salud.
Se podría incentivar a las personas con
enfermedades crónicas (al igual que en tratamientos
preventivos) mediante copagos reducidos, o incluso
negativos, a cumplir con tratamientos efectivos y a adoptar comportamientos más
saludables que reduzcan el gasto sanitario futuro (posible ahorro) y mejoren su
salud. Aunque la aplicación práctica de
copagos basados en el valor no es tarea sencilla existen en Estados Unidos y
Europa numerosos ejemplos de utilización de coberturas basadas en el valor. Las
áreas principales de aplicación de estas medidas se encuentran en los
incentivos a la elección de proveedores preferentes, incentivos positivos a la
participación en programas preventivos y los incentivos en la elección de
medicamentos de dispensación en farmacias. En este último caso, los incentivos
pueden estar relacionados con la relación coste-efectividad (Estados Unidos), o
sólo con el valor terapéutico (Francia) o la indicación clínica o el precio de
medicamentos considerados equivalentes (precios de referencia).
El impacto de la aplicación de copagos basados en el
valor de los servicios ha sido más estudiado para el caso de la reducción de la
aportación para tratamientos de alto valor (más efectivos y necesarios),
mostrando efectos modestos a la hora de aumentar la adherencia en pacientes con
enfermedades crónicas (los que ya eran adherentes no se ven afectados por la
reducción de copago). En cambio, ha sido menos aplicado y mucho menos estudiado
el impacto de copagos elevados sobre servicios de bajo valor (innecesarios o
inapropiados). En este ámbito, copagos bien diseñados y aplicados a servicios
clínicamente poco efectivos o con una relación coste-efectividad demasiado
elevada pueden ser un instrumento efectivo al servicio de la desinversión en
tecnologías de bajo valor.
Finalmente, en cuarto lugar, más allá de formular prescripciones
sobre el copago alejadas del objetivo recaudatorio y sabiendo ya que el impacto
negativo sobre el consumo de la reforma de 2012 ha sido temporal de forma que
la tendencia preexistente se ha restablecido, conviene reconocer que una buena
parte del sobreconsumo farmacéutico no es atribuible a riesgo moral por parte
del paciente.. Es mejor poner en marcha paquetes de medidas que incidan en
diferentes agentes, por el lado de la oferta y de la demanda (ayudas a la
prescripción, receta electrónica, auditorías de la prescripción, promoción de
la competencia con los biosimilares, precios de referencia ampliados a grupos
terapéuticos, subastas de genéricos con un diseño adecuado, evaluación dinámica
de la innovación basada en la eficacia y el coste incremental por año de vida
ganado ajustado por calidad de vida (AVAC), acuerdos de riesgo compartido con
la industria basados en resultados en salud, etc.) en vez de jugarlo todo a la
carta del copago.
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