Segunda de DIEZ notas a propósito del Real-Decreto ley 16/2012 de medidas urgentes para el Sistema Nacional de Salud
El reparto entre niveles de
gobierno de los objetivos de déficit está siendo utilizado para trasladar la
carga del déficit hacia las CCAA, a algunas más que otras, y ello afecta muy
negativamente la capacidad de financiar sanidad y educación.
Ni las autoridades de la UE ni
los mercados de la deuda, van a dar credibilidad a un ajuste que mantiene en el
presupuesto del Estado inversiones públicas centrales que no pasan ni por asomo
el filtro del coste-beneficio al tiempo que demuestra austeridad a costa de las
haciendas autonómicas.
Contabilizadas, sanidad y educación,
como gasto corriente, representan las dos una inversión en capital humano y
social, y en infraestructuras sociales, cuyo deterioro retrasará aún más la salida de
la crisis y fomentará un mayor deterioro del bienestar social de reconstrucción
cuando menos complicada. El coste social de un ajuste forzado en sanidad y
educación cuesta creer que compense remotamente el ahorro esperado.
Con las medidas recientes
reforma sanitaria el gobierno central trata de justificar ante la UE y los
mercados que las autonomías tienen espacio para el ahorro en sanidad, la parte
del león de su presupuesto de gastos. Nada más lejos de la realidad cuando se
observa la sanidad en su conjunto. Las cifras de ahorro aportadas en la memoria
presentada al Parlamento son fantasiosas y carentes de una evaluación seria y
razonada del impacto que van a tener.
Lo cierto es que no hay espacio
suficiente con el nivel global de gasto actual que haga creíble la factibilidad
de obtener recortes destacables sin afectar de forma muy negativa la atención a
la salud de hoy y los próximos años. El nivel actual de gasto sanitario por
persona del SNS es moderado y algo inferior al que nos corresponde según renta
(incluso muy inferior en algunas Comunidades como Cataluña).
La mejor prueba de solvencia que
puede dar el SNS, y la que debe dar el Estado español a los mercados de la
deuda, consiste en adoptar medidas que garanticen la capacidad de acomodar a un
escenario de congelación y retroceso fiscal la inercia expansiva del impacto
del envejecimiento y la innovación terapéutica y diagnóstica sobre el gasto en
sanidad.
A corto plazo, un posible escenario podría consistir en una congelación en
términos nominales del gasto por persona sin que se resienta la salud y la
calidad de la atención. El esfuerzo que ello requiere es de por sí ya más que notable.
Se trataría de un escenario temporal que corresponde a una situación
excepcional y grave de las finanzas públicas pero con capacidad de garantizar
la solvencia de la sanidad a medio y largo plazo.
La sanidad necesita de un
escenario financiero estable y previsible a corto plazo que aleje los servicios
públicos básicos de los asaltos de la improvisación, a ritmo de la volatilidad
en la prima de riesgo, y la tentación de acudir a ellos por la misma razón que
los ladrones roban en los bancos, porque allí hay dinero.
Un copago moderado con límites
máximos al gasto por persona, menor para crónicos y gratuito para los menos
favorecidos, puede ser buena idea pero no “la” solución para la sanidad. Mal
camino es el copago, sea farmacéutico o asistencial, si lo único que se quiere
es recaudar ya que puede ser mayor el coste que el beneficio. El mejor copago
es el que recauda muy poco porque desincentiva el uso menos necesario.
Para ajustar el copago según
renta basta con eximir a los más pobres y saber gestionar un límite máximo al
copago acumulado, sea de pensionistas o de activos, ya que el gasto se acumula
en un número reducido de personas muy enfermas. Si no se sabe gestionar el
límite máximo de 8 o 18 euros de los pensionistas sin devoluciones inútiles y
costosas, lo mejor es posponer y diseñar mejor los cambios. Hacer
pagar el 100% de los medicamentos a los salarios más altos no
conduce a ninguna parte: ni ahorrará ni será equitativo.
Una congelación del gasto
corriente ya supone una reducción del gasto real. Los mercados no valoran
medidas carentes de realismo y contraproducentes, sino que lo que cuenta es la
naturaleza y composición de las medidas fiscales, como señalaba recientemente
Crhistina Romer, profesora de la Universidad de California y ex miembro del
equipo de asesores económicos del presidente Obama, en un
artículo en el New York Times.
La congelación del gasto sanitario
nominal a nivel de hace 3 o 4 años ya exigiría como mínimo una contención del
gasto cercana a los tres mil millones anuales. Más de un tercio se compensaría
por la mayor necesidad de atención que conlleva el envejecimiento y por un
aumento muy selectivo y restrictivo como resultado de la adopción de nuevas
técnicas y medicamentos de alto valor para la salud. Cualquier otra variación
en un servicio asistencial debería ser compensada, valorando adecuadamente el
coste de oportunidad, por una reducción equivalente en otro servicio.
Una medida temporal de reducción salarial y posterior congelación generalizada
a empleados públicos y de servicios bajo financiación pública, como la adoptada
en Catalunya, junto con la reducción progresiva de precios de los medicamentos
cuyo período de protección finaliza, deberían ser garantía suficiente para
cumplir de forma creíble con la restricción presupuestaria. La moratoria
inmediata en la financiación de innovaciones y posterior adopción muy selectiva
de nuevos tratamientos o procedimientos es pieza necesaria para que el
compromiso presupuestario se pueda cumplir.
A nivel microeconómico, el
ajuste del gasto debe empezar por los servicios de menor valor sin tener en
cuenta qué administración los gestiona. Lo que vale para el conjunto no vale
para todos. Algunas comunidades, como Catalunya, han hecho ya fuertes ajustes
en el gasto, mientras que otras los siguen posponiendo. La presión demográfica
sobre la sanidad de cada comunidad también es muy diferente. Sobran razones
para justificar que el ajuste debe ser asimétrico.***
Una diferencia importante entre la situación fiscal en la UE y en US:
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